En los remotos tiempos de la Edad Media, Escocia era una tierra muy codiciada. Los rudos daneses tenían una sola idea, invadir las Highlands y medir sus espadas con sus orgullosos guerreros. En varias ocasiones, intentaron conquistar las orillas escocesas. Y varias veces sus asaltos fueron valientemente rechazados.
Los guerreros escoceses, decididos a proteger su castillo hasta el último aliento, mantenían los ojos bien abiertos. Tanto de día como de noche, escrutaban la lontananza, inquietos por ver llegar un ejército danés tan temerario que no pudieran hacerle frente.
Frente a la determinación escocesa, los daneses no estaban listos para capitular. Sí, los escoceses eran valerosos, pero los daneses eran más astutos. Y si la fuerza no les amedrantaba, probarían con las artimañas… y la discreción. De este modo, los daneses aprovechaban la noche para avanzar sin hacer ruido hasta el castillo y sorprender a los somnolientos guerreros.
Una noche, lo daneses estudiaban su plan de ejecución. Como medida de precaución, se quitaron sus zapatos y comenzaron a caminar más silenciosos que una sombra. Dieron un paso, dos, tres. Ningún escocés parecía haberlos descubierto. Reinaba el silencio más absoluto… Cuando de repente, unos gritos terribles desgarraron la noche. Los gemidos eran tan fuertes, que despertaron hasta al escocés más sordo. ¿ Qué había ocurrido ? ¡ En la oscuridad, los daneses habían entrado, descalzos, sin saberlo, en un campo de cardos ! Con cada paso que daban, los pinchos de la planta penetraban más profundamente en los pies. Vencidos por el dolor, salieron huyendo como pudieron.
Esa noche, al hacer huir en desbandada a todo un ejército, los cardos conquistaron los corazones de los escoceses. En recuerdo de esta épica historia, el cardo se convirtió en el símbolo del país y en un objeto de orgullo.